MEMORIAS
DE DIÓGENES
LOS PÓRQUICOS
Cierto filósofo de cuyo nombre no quiero acordarme, sentó su cátedra en las afueras de Atenas, al lado
de una cochinera, de donde vino el remoquete de “la Escuela de los Pórquicos”.
A la vociferación de los porqueros y a los
gruñidos de los cochinos, que con voraz
competencia presupuestaria se lanzaban a los comederos, se sumaba la obvia
fetidez de los barriales, cuyos vahos se
extendían a la ciudad, confundiéndose con el hedor de las cloacas desbordadas.
Los Pórquicos, haciendo honor al alma
instintiva de sus vecinos, profesaban, en lo más profundo de su ser, casi como
una consubstanciación, el pensamiento hedonista, en franca antítesis con los
estoicos y con los cínicos, a todos los cuales
tildaban de estúpidos. Porque, en vez de entregarse al “placer pleno”,
se sometían a “privaciones sin sentido”, a un
“necio desperdicio de la existencia”.
El “placer pleno”, que perseguían en forma
permanente, acentuada y obsesiva, abarcaba desde perversiones inverosímiles hasta delitos de
gruesa magnitud. Su filosofía les remachaba la consigna de aprovechar toda
ocasión para crearse ambientes, condiciones y circunstancias que les otorgasen
poder. Por ese motivo, desembocaban en “la política verdadera” que para ellos
no era sino “la política del buen político”, la política de una prostitución llevada al extremo de la
entrega y la traición.
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