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lunes, 19 de septiembre de 2016

MEMORIAS DE DIÓGENES EXACCIONES Y OTRAS PRIMICIAS




MEMORIAS DE DIÓGENES
EXACCIONES Y OTRAS PRIMICIAS

Un edicto ordenó que todo ciudadano, sin excepción, pagara impuestos. Los ricos por ricos, los pobres por pobres. Para hacerlos efectivos, se creó toda una ristra de funcionarios especializados en rapiñas.
Las exacciones se realizaban a punta de garrote vil, con derrumbamiento de puertas y acoso anticonstitucional. Todo, debido a la desolación de los baúles del erario público y a la voracidad de los funcionarios.
Pero cuanto más se recaudaba, mayores eran los lamentos del gobierno, mayores sus abusos y más profusas las lágrimas del pueblo.
Tal fue el pánico sembrado por los exactores, que hasta las ancianas temían que sus carrieles y sus cestos fuesen a parar a las manos de aquéllos o de otros asaltantes de caminos.
Las calles eran un campo de surcos, más para yuntas y cerdos que para seres humanos. No eran pocos los casos
de personas y carretas engullidas por los “pozos de la muerte”.
La suciedad era tal, que las montañas de basura llegaban hasta los techos y tapaban el sol. En las oficinas no había ni tinta, ni papel, ni capacidad de información, ni ganas de trabajar y ni siquiera un ápice de cortesía por parte de los  empleados.
Como si esto fuese poco, había continuos apagones de la luz eléctrica, que dañaban los aparatos en forma totalmente impune. Se ausentaba o disminuía el agua con excesiva frecuencia.
Los ladrones trabajaban mu­chas horas extras, rompiendo ventanas, desvalijando alcobas y rapiñando carretas, sin que por las calles osase pasar ni una sola patrulla policial, debido al más reciente decreto-ley que imponía el socorrido “sálvese quien pueda”.
El transporte pú­blico también guardaba lo suyo: la gente improvisaba tiendas de campaña para aguardar el autobús, suerte de “trirreme” que tenía que ser impulsado por los propios pasajeros, muchos de los cuales tenían que viajar colgados de garfios, como piernas de res, y cubiertos de hollín.
Para las escuelas y liceos públicos se impuso un “calendario inverso”, en el que se establecía qué días había por excepción clases, a lo que se aparejó la fijación de pago por jornada de huelga y descuento por jornada de clase.
En cuanto al servicio telefónico, hubo de recurrirse a las palomas mensajeras, a menos que se pudiera hablar desde las azoteas.
Los hospitales eran un solo clamor de enfermos purgatoriales. Los bisturíes electrónicos eran negociados a los carniceros de Grecia para que cortasen las chuletas más finas y las vendieran mucho más caras.
A tales extremos llegó la penuria en los hospitales, que por decreto se estableció el “sírvase Usted mismo”. Y así, los en­fermos debían automedicarse y residenciarse en aquella casa de la muerte autoprovistos de todo lo necesario. Los enfermos debían atenderse mutuamente, y en caso de que requi­riesen intervención quirúrgica, tenían que practicarla los propios familiares, quienes, según instructivo fijado en las paredes, debían llevar los implementos necesarios, como serruchos, ber­biquíes, cinceles, martillos y, si posible, pegamento.
En honor a la justicia debo aclar que camareras, porteros, camilleros y enfer­meras se habían organizado en sindicato para ampararse en las fechorías. Cuando terminaban la guardia, se iban a las cavas mortuorias para sustraer la carne destinada a los enfermos. Se les veía después salir del centro hospitalario con su burriquita cargada de un mundo de despojos: desde lencería, gaza, jabones, alcohol, tela adhesiva y algodón, hasta carne, plátanos, enlatados y arroz. Un dirigente sindical les aguardaba a dos cuadras, para recibir su cuota de diezmos y primicias de aquella rebatiña democrática. Sin embargo, nadie denunciaba el latro­cinio, pues temía que los sindicaleros le mentaran la madre por radio y televisión.
Un día se ordenó cobrar impuestos por respirar. Los metrónomos salieron a medir la capacidad de los pulmones, fijando cuantiosas tarifas contra los ciudadanos, a quienes se echó la culpa por la falta de ozono.
Tal era la inopia del erario público y tal la sed de enriquecerse de los funcionarios, que se impuso multas a quienes llevaran lisas las suelas de los zapatos o las uñas de los pies largas o sucias y las medias rotas o sin lavar.






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