MEMORIAS DE DIÓGENES
EXACCIONES Y OTRAS PRIMICIAS
Un edicto ordenó que todo ciudadano, sin excepción, pagara impuestos. Los
ricos por ricos, los pobres por pobres. Para hacerlos efectivos, se creó toda
una ristra de funcionarios especializados en rapiñas.
Las exacciones se
realizaban a punta de garrote vil, con derrumbamiento de puertas y acoso
anticonstitucional. Todo, debido a la desolación de los baúles del erario
público y a la voracidad de los funcionarios.
Pero cuanto más se recaudaba, mayores eran los lamentos del gobierno,
mayores sus abusos y más profusas las lágrimas del pueblo.
Tal fue el pánico sembrado por los exactores, que hasta las ancianas
temían que sus carrieles y sus cestos fuesen a parar a las manos de aquéllos o
de otros asaltantes de caminos.
Las calles eran un campo de surcos, más para yuntas y cerdos que para
seres humanos. No eran pocos los casos
de personas y carretas engullidas por los “pozos de la muerte”.
La suciedad era tal, que las montañas de basura llegaban hasta los techos
y tapaban el sol. En las oficinas no había ni tinta, ni papel, ni capacidad de
información, ni ganas de trabajar y ni siquiera un ápice de cortesía por parte
de los empleados.
Como si esto fuese poco,
había continuos apagones de la luz eléctrica, que dañaban los aparatos en forma
totalmente impune. Se ausentaba o disminuía el agua con excesiva frecuencia.
Los ladrones trabajaban muchas horas extras, rompiendo ventanas,
desvalijando alcobas y rapiñando carretas, sin que por las calles osase pasar
ni una sola patrulla policial, debido al más reciente decreto-ley que imponía
el socorrido “sálvese quien pueda”.
El transporte público también guardaba lo suyo: la gente improvisaba
tiendas de campaña para aguardar el autobús, suerte de “trirreme” que tenía que
ser impulsado por los propios pasajeros, muchos de los cuales tenían que viajar
colgados de garfios, como piernas de res, y cubiertos de hollín.
Para las escuelas y liceos públicos se impuso un “calendario inverso”, en
el que se establecía qué días había por excepción clases, a lo que se aparejó
la fijación de pago por jornada de huelga y descuento por jornada de clase.
En cuanto al servicio telefónico, hubo de recurrirse a las palomas
mensajeras, a menos que se pudiera hablar desde las azoteas.
Los hospitales eran un solo clamor de enfermos purgatoriales. Los
bisturíes electrónicos eran negociados a los carniceros de Grecia para que
cortasen las chuletas más finas y las vendieran mucho más caras.
A tales extremos llegó la penuria en los hospitales, que por decreto se
estableció el “sírvase Usted mismo”. Y así, los enfermos debían automedicarse y
residenciarse en aquella casa de la muerte autoprovistos de todo lo necesario.
Los enfermos debían atenderse mutuamente, y en caso de que requiriesen
intervención quirúrgica, tenían que practicarla los propios familiares,
quienes, según instructivo fijado en las paredes, debían llevar los implementos
necesarios, como serruchos, berbiquíes, cinceles, martillos y, si posible,
pegamento.
En honor a la justicia debo aclar que camareras, porteros, camilleros y
enfermeras se habían organizado en sindicato para ampararse en las fechorías.
Cuando terminaban la guardia, se iban a las cavas mortuorias para sustraer la
carne destinada a los enfermos. Se les veía después salir del centro
hospitalario con su burriquita cargada de un mundo de despojos: desde lencería,
gaza, jabones, alcohol, tela adhesiva y algodón, hasta carne, plátanos,
enlatados y arroz. Un dirigente sindical les aguardaba a dos cuadras, para
recibir su cuota de diezmos y primicias de aquella rebatiña democrática. Sin
embargo, nadie denunciaba el latrocinio, pues temía que los sindicaleros le
mentaran la madre por radio y televisión.
Un día se ordenó cobrar impuestos por respirar. Los metrónomos salieron a medir la capacidad de los pulmones, fijando
cuantiosas tarifas contra los ciudadanos, a quienes se echó la culpa por la
falta de ozono.
Tal era la inopia del erario público y tal la sed de enriquecerse de los
funcionarios, que se impuso multas a quienes llevaran lisas las suelas de los
zapatos o las uñas de los pies largas o sucias y las medias rotas o sin lavar.
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