TONELADAS DE DIÒGENES
Pese a mi fama, no sé si buena o mala, debo
confesar que ni al comienzo de mis andanzas -a raíz de las lecciones de Antístenes,
y en el Cinosargo- ni ahora, al cabo de los tiempos, me he considerado un
autentico filósofo. No, por lo menos, en el sentido académico y titular. Es
más: la sola palabra “título” me producía entonces y me causa ahora un escozor
alèrgico que no he logrado superar. Siempre, además, me ha provocado repulsión
que ciertas personas, al final de cierto tiempo en las aulas, se reúnan en aquelarres
académicos, cubiertas de anchas y negras vestes antiguas, en ridícula
imitación de la magistratura de otros tiempos. Si fuese esencialmente forzoso
recibir títulos y, más aun, recibirlos en pública subasta, debería hacerse uso
del traje más nacionalmente representativo, en vez de ocurrir a obsoletos expedientes
protocolares, intrínsecamente dignos de mofa, hasta en aquellos días que, al
parecer, se niegan a morir. De esta manera se imprimiría a los actos circenses
alguna utilidad nacionalista, lo cual luce tan necesario hoy, cuando muchos
griegos se avergüenzan del país donde han nacido -o, mejor, del país donde “se
han dejado nacer”, puesto que nada hacen para merecer haber nacido-.
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