El SOMBRERO DE RITO ALCUNA
Juan José Bocaranda E
Rito
adquirió la inmortalidad por mérito propio.
No se supo que estuviera enfermo alguna vez.
Desdentado, flaco, siempre sonriente y bondadoso, iba de uno a otro lado
arrastrando la pobreza, pero sin quejarse ni maldecir.
Martillos,
pegalapega, clavos, tachuelas, alambres, cabuyas, cables, cucharas de albañil,
cuchillos de zapatero, leznas de talabartero, alicates de electricista, tijeras
de latonero, serruchos de carpintero, brochas gordas y astrolabios de marinero:
era su “cajón de los trabajos”.
Todo
lo transportaba en un carro de madera y latón. Se anunciaba con una bocina de
viento que, con quejidos lastimeros ( ataruuuga
uuuga uuuga), iba repartiendo tristeza, como el pequeño autobús modelo Pa,
fabricado por Ford, cuando pasaba por la polvorienta carretera.
Pero,
vayamos a lo que más llama: el portentoso
sombrero de Rito.
El
sombrero fue una deferencia y una merced
muy especial de San Caracciolo del Piamonte, al pueblo de Timbisay, del cual
era patrono.
Entre
el santo y el párroco, Angelo Fiore, existía un vínculo muy especial, porque
ambos eran italianos y dialogaban en el más puro latín ciceroneano, y porque el sacerdote estaba cerca de la
beatificación.
En
sueños, San Caracciolo le exigió al párroco que a su “hijo más preciado”, Rito,
se le coronase con el sombrero en plena
misa, el día de las fiestas patronales, siguiendo “per quanto possibile”, el
ritual utilizado en la coronación de Napoleón como emperador de los franceses.
Y agregó:
-Hago
todo esto porque no soy un patrono momificado sino en pleno vigor, que desea
rescatar a este pueblo de la tristeza que lo agobia desde su fundación. Quiero
brindar a Timbisay un permanente motivo de alegría, y para ello un sombrero
musical que me ha sido inspirado en el Cielo por los Ángeles del Bel Canto.
Nadie mejor para portarlo que mi hijo Rito, el más fervoroso de mis
devotos…Timbisay, a partir de ahora, será otro”.
El
sombrero le fue impuesto el día de San Caracciolo de 1.900.com.
Era de alas
super-anchas y cucurucho extralargo, retorcido como un torniquete puntiagudo.
En él se observaban orificios, desde la penumbra de los cuales se escuchaba
desde ya el bullir de la vida.
Ese
día, apenas cesaron los cohetes de la festividad del santo, Rito salió a la
plaza ostentando su corona. Vinieron de no se sabe dónde, tres canarios, dos
turpiales y un lorito criollo, que se sentaron al borde del ala del sombrero.
Bajo la batuta del lorito, quisquillosamente exigente y melenudo, cantaron a
capela, entonando en latín un himno solfeggio,
en honor a Rito coronado. Y lo hicieron con letra, ritmo, armonía y melodía
tales, que muchos hubieran deseado tener grabadores para apresar tanto
portento. Después se supo en el pueblo que algunos turistas avispados habían
grabado aquella maravilla musical y se habían enriquecido con la venta de CDs,
de traducción simultánea. Hasta rodaron una película (“Los pájaros cantores de
Viena”), que treinta años después sería proyectada en el “Teatro Rito Alcuna”
de Timbisay.
Finalizado
el himno, canarios, turpiales y lorito quedaron sobre el redondel del ala,
semejando una de esas fuentes de agua adonde acuden las aves a beber. Incitados
por el lorito, cantaban y aleteaban llenos de alegría.
La
gente no quería retirarse. Pero, las aves tomaron posesión de sus huecos en el
cucurucho del sombrero, y se echaron a dormir.
Sin
embargo, a Rito le dio por bailar, por su cuenta y riesgo. Más alegre que un
charro. Espetándose como los gallos mexicanos. Y haciendo gargarismos musicales
que hubiesen podido competir con el Aceves Mejías de los
mejores tiempos.
Ese
día jamás pudo ser olvidado. Para
presumir, el cronista del pueblo tomó debida nota y muchas fotografías, que
envió a la prensa y publicó en varios de sus blogs de Internet.
La
cámara municipal nombró a Rito, “hijo musical de Timbisay”, y decretó la
erección de una estatua, que aún permanece firme y aseada, a la entrada norte
del pueblo, y la cual puede ser visitada por los turistas, con la condición,
por ordenanza, de que le depositen flores nuevas, no de cartón. Además,
decidieron darle el cargo de “difusor musical de la patria”, a raíz de lo cual
se paseaba por el pueblo para disipar la tristeza donde quiera que estuviera
agazapada.
Como
los pájaros cantores vivían en el sombrero, había música disponible a todo
instante y a pedir de bocas: un turista norteamericano se inspiró en el
sombrero musical de Rito e inventó, primero, la rockola, y, después, los
tocadiscos portátiles.
Cuando
alguien estaba muriendo, primero llamaban a Rito que al médico o al cura, para
que las ondas musicales de sus pájaros, le abrieran caminos hacia el cielo.
Además, el beneficio colateral para los deudos que, en vez de ponerse a llorar,
se ponían a bailar en pleno velorio y alrededor de la tumba. Todos temblaban
frenéticos durante largas horas, mientras el sombrero giraba como un tornado de
luces, notas y colores y Rito se agitaba como una de las palmeras de la plaza
con vientos de tempestad.
Debido
a esta práctica de amenizar los velorios y los entierros con las aves canoras,
se tornó frecuente que las almas de los familiares siguieran morando en sus
casas, viviendo exactamente como antes, con la única diferencia de que, si habían sido prisioneras de un cuerpo físico,
ahora eran de presencia sutil, como los
lampos.
Tal
fue la fama de Rito como “hombre orquesta”, que
realizó una presentación extremadamente exitosa en el “Carnegie hall” y dos en la parroquia natal
de San Caracciolo, donde le fue regalado
un atril de plata y oro, con adornos de alabrastro, para que cantara con los
pájaros en la misa dominical.
La
Onu, la Unesco y la Otan también tuvieron el honor de recibir y escuchar a
Rito. Por su parte, la propia reina de Inglaterra lo armó “caballero de
hierro”, en la famosa Abadía de Westminster.
Mareado
de tanto girar, Rito rechazó ofertas de Hollywood, de los cineastas europeos y
de la India, y retornó a Timbisay, tratando de volver a su antiguo trabajo de servicios múltiples.
“En este mundo, decía, hasta los pájaros cansan”.
A lo
anterior se sumó la división del grupo musical en dos: de un lado, los
canarios, apegados a las tonadas tradicionales y clásicas; del otro, los
turpiales, iconoclastas, empeñados en imponer la cantaleta del raparrapan,
que acaba con los grupos, estrangula el canto y apaga la luz. Finalmente, el
lorito, frenético por mantener la unidad del grupo bajo una sola batuta, lo
cual lo sumía en tal angustia existencial, que hubo necesidad de llevarlo a los
psiquiatras.
Un
día Rito fue al centro de la plaza y encendió los motores del sombrero. Como
un helicóptero supersónico, se elevó y
se elevó hasta que se perdieron en las nubes.
El
pueblo vistió de luto porque pensó que lo perdían para siempre. En el frente de cada casa fijaron lazos
inmensos con forma de mariposas negras. Los perros sumaron la manifestación de
su dolor, dándose a llorar por turnos, día y noche, con aullidos de lobo que
helaban el corazón y atraían a los turistas.
Sin
embargo, aunque tal vez no sea muy bueno
en eso de caridades, el pueblo tiene fe y sobra de esperanza. Así, para dejar
en claro la lealtad a Rito ausente, la gente quiso sustituir su realidad física
por la ilusión de su presencia. Por eso decidió levantarle altares.
Algunos recogieron firmas con la súplica, al
sacro colegio de cardenales, de que Rito fuera canonizado bajo el padrinazgo
del patrono del pueblo, y por vía
rápida, ya, antes de que se les enfriara el guarapo de la devoción.
Pero, un domingo después de
misa, una nube fue descendiendo desde muy alto, como un águila inmensa, y se posó
en el centro de la plaza: era “el Sombrero”. Rito puso pies en tierra dando
brinquitos como los paracaidistas más profesionales. Le dio la bienvenida una
ola de sombreros de cogollo, que, cantando como pájaros,
revolotearon sobre el pueblo durante todo el día. ¡Rito estaba de regreso,
y con pájaros de trova nueva!.
Bien
lo había predicho San Caracciolo: “Timbisay será otro a partir de ahora”…
El
nombre de Timbisay quedó únicamente para el papeleo oficial. En la vida
cotidiana, el pueblo pasó a ser llamado por propios y extraños, “Pueblo
Alegría”. Y es que la alegría y la música del “Quinteto de San Caracciolo”
constituían una sola unidad, monolítica y vibrante, cuyas ondas compenetraban
el suelo, saturaban el agua, formaban parte natural del aire y se sembraban en
el ser y en la sangre de quienes nacieran en esa “tierra de la buena gracia”.
Nacer
en Pueblo Alegría era un privilegio, una bendición. De ahí que muchas madres, a
punto de dar a luz, poco antes de romper fuente, procuraran pisar tierra dentro
de los linderos de ese pueblo bendecido por Dios. Porque al percibir las
vibraciones telúricas, los hijos nacerían alegres, sonrientes y dicharacheros,
con el don de una alegría que no los abandonaría ni en las situaciones más
difíciles ni en las circunstancias más negativas de la vida. Además, la
vocación inevitablemente musical: el que no sería compositor, director o
virtuoso del canto o del manejo de algún
instrumento musical, por lo menos sería
melómano y hasta musicólogo, como profesor de teoría musical o de la
historia de la música desde los primeros tiempos.
Hoy,
en Pueblo Alegría, bajo la dirección de un lorito totalmente recuperado, aunque
no menos quisquilloso, los pájaros de Rito cantan sin fin. Tú, si tienes un
poco de sensibilidad, imaginación y
sentimiento, los puedes escuchar. Pero,
te aconsejo no vayas en carnavales, porque la música diabólica es la que
prevalece, y los pájaros de San Caracciolo se retiran a las montañas, de donde
regresan varios días después de la “octavita”.
Por
lo demás, en las noches de mucha
neblina, Rito y Luz Caraballo se dan cita en la plaza de Timbisay. Enamorados y
novios, comen cotufas sin sal, cantan, gritan, danzan, ríen, y te invitan a
bailar.
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