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sábado, 7 de febrero de 2015

LAS MEMORIAS DE DIÒGENES.,EL BANQUETE DE LOS SIETE SABIOS.


EL BAQUETE DE LOS SIETE SABIOS

-... Ayer, cuando subía a la ciudad desde mi casa de Falero,  uno de mis conocidos  me llamó de lejos y, bro­meando, dijo: “¡Eh, tú, el de la melena gelatinada, ¿no me esperas?” Yo me detuve y lo esperé: era Aristodemo, en compañía de Meliso, el de Samos.
-Apolodoro -me dijo entonces- justamente hace un mo­mento pensábamos en tí, porque deseamos informarnos de la reunión de Diógenes y los Siete Sabios en su banquete del Barrio “Los Mamónides”, con el que quisieron celebrar su ingreso en sociedad.
Luego de salpicar el aire de observaciones jocosas y ponderar la fama que en la historia precediera el regreso de Solón, Quilón y los demás, prosiguió diciendo, casi como si hablase sólo para sí mismo:
-Ya me lo imagino. Todo debió ser estricta etiqueta. Cada quien se recostaría, llegado el momento, en su confortable triklinia. Desde un comienzo, los cubiertos de plata brillarían a la luz de las velas de cera ática. La vajilla, sin duda de porcelana de Kíos,  así como los vasos, forma­rían un solo juego  que contrastaría con los platitos para el pan y la mantequilla. Esta última sería nada menos que de las vaqueras del Pireo. Los esclavos se emularían en el servicio, con esmero en colocar los utensilios “de afuera hacia adentro”, según las más severas exigencias de Karreñodokles. Los manteles serían de damasco y se adoptarían todas las previsiones para que sus bordes no tocasen el suelo. Las copas de rigor montarían guardia, por lo menos en número de tres, frente a cada comensal: una, para el agua cristalina y burbujeante del Guairontas; las otras dos, para sendos nobles vinos, que serían ingeridos durante el “syndeienon”, pues para el “potos” o momentos de “bebida libre”, que vendrían después, serían reservadas muchas otras, con mayor liberalidad y tamaño. ¿No es así, Meliso?
-¡Claro que sí¡ A cada quien se le asignaría un salero y un pimentero, con su nombre inscrito  con el pincel de Apeles. El menú vendría manuscrito sobre  hojas de piel de coco, en conjunto de arte que sería tildado de “formato-poemario”, digno de aquel ágape sa­piencial. Todo sería profundo cavilar filosófico sobre los “éidolos” platónicos, mientras los laúdes de Lesbos, los saxofones de Locrida y los chimbángueles de Betijokes ondearían sus arpegios cual tenue cortinaje de Pylos... ¡Dime, dime, Apolodoro, que es cierto; que todo fue así...!
-”Pues pelas y requetepelas, Aristodemo. La cosa no fue así sino asá...:
Algunas yucas sancochadas, un poco de ají y unos  aguacates  medio-podridos, acompañado todo ello con algunas libaciones de guarapo de papelón, fueron los manjares aquella “Noche Triste”. Reclinados a la manera griega, se enfrentaron a tan descomunal banquete, tratando de roer aquellas raíces que un abnegado gobernante se empeñaba en llamar “yucas”.
Tales fue el primero en tomar la palabra. Con voz engolada y poses académicas, dijo cual complacido gastrónomo:
-Entonados como han sido los cantos en honor al dios de los pacientes, según es de rigor en todo acercamiento a los humanos placeres, conviene filosofar, siquiera como vía de escape hacia el consuelo, para satisfacer, así, los estómagos de nuestro espíritu. Recurramos, Sabios, una vez más, a la ataraxia o “imperturbabi­lidad de ánimo”...
Quilón  dio unos vergajazos contra la tabla que les servía de mesa, interrumpiendo tan estupefaciente  discurso y, gritando con las fuerzas que el hambre podía permitirle, exclamó:
-¡Déjate de pendejadas, Tales, y pon freno a tu lengua complaciente, si no quieres  tragarte la única chancleta que me dejó el periplo comercial de anoche! Formidables estupideces de obscuridad has venido a proferir tú, que asombrabas a los siglos con tus máximas, como lo atestigua Garcialóbolos Bakkaloislos.
Periandro agregó:
-Debe ser el hambre, Tales,  lo que te está serruchando la mollera, para dedicar tu verborrea a tan absurdas proposiciones. Son sencillamente into­lerables las ideas que acabas de exponer, tanto más cuanto  estamos sintiendo en carne propia lo que es sufrir, lo que es padecer hambre, frío, falta de transporte, de vivienda, y dormir con las cucarachas. Lo que es sentir llover, que la quebrada se desborde y el cerro se desmorone. Lo que es carecer de medicinas para los hijos y no tener cómo educarlos...
Quilón interrupió y dijo:
-¿Y ahora vienes, Tales,  a salir por los fueros de la tranquilidad y del conformismo. Si no fuera porque no debo romper el grupo, me iría pal carajo con Malula, a reivindicar la esperanza del muerto.
Ante aquella metralleta viviente que era un Quilón atragantado por la rabia y la media sandalia que le quedaba, intervino Cleóbulo:
-Siempre he sostenido que “lo óptimo es la mesura”. Te ruego, Quilón, dejes de lado tanta vulgaridad, pues no lograrás otra cosa sino ganar para el casto y comedido autor de este libro, la injusta fama de “grosero”, haciéndole perder el honor ante las damas de alto copete.
En cuanto a ti, Tales, -prosiguió Cleóbulo- estás meando fuera del pipote. No de otro modo debe entenderse esa nube verbosa que ha despertado la ira de Quilón y la sospecha de los demás. Se necesita ser un badulaque de filósofo para que salgas con ideas de resignación en un país donde pesan en exceso el quietismo y la conformidad y donde precisamente falta la capacidad de pro­testa.
-Es verdad -agregó Bias-. No es la filosofía de la resigna­ción la que debemos cultivar, sino la de una toma de conciencia contra el desorden social, contra el reino de la injusticia.
-Sí-observó Quilón- aunque el propio Zeus se nos arreche y nos bombardee con su ira y con sus rayos.
-No creo que Zeus sea adverso a una filosofía de justicia social -repuso Pítacos-
No pequéis de soberbios. Dad a los dioses lo que es de los dioses y al diablo lo que es del diablo- opuso Tales.
-Calla, calla, prostiputo! -le gritó Quilón.
Y prosiguió Apolodoro refiriendo los pormenores del banquete  a Aristodemo y Meliso, mientras caminaban hacia los tribunales:
-Sin el “syndeienon” y sin el “potos” -pues no había nada más qué comer o beber- el banquete de los Siete siguió adelante con la animación que era de esperar en aquellos filósofos roedores. De pronto, Pítacos quiso caer en el tema político y citar casos concretos de corrupción administrativa, pero Tales intervino para decir que traer chismes a la mesa era mala educación.
Periandro le respondió que aquello no era mesa sino una tabla vulgar y carcomida,  que cada vez que iban a comer -lo cual no sucedía con la debida frecuencia- tenían que tomar prestada de la puerta del rancho.
Solón ex­presó que con el pretexto de que algo es “chisme” muchas veces pasa “por debajo de la mesa”, quedando impunes de censura muchos malandrines.
De pronto, la silueta de una persona llenó el marco de la entrada del rancho.
-Soy Osccaridos, esclavo del bufón Uzékliddes, quien está fuera y ruega ser invitado al banquete, a la vez que ofrece  los servicios de payaso.
Uno de los Sabios, enemigo a ultranza de los parásitos, se limitó a respon­der que se fuera con sus maromas a casa de los gobernantes,  quienes por lo menos le darían los huesos al final del simposio.
El banquete terminó con el mismo tono, convencimiento y devoción de un comienzo.
Pítacos dijo  mientras regresa­ban la puerta del rancho a su lugar natural:
-El pueblo de Grecia, al levantarse de la mesa, en vez de hacerlo contento y satisfecho, lo hace con mayores proporciones de arrechera, y no es para menos.
-¡Por Baco y Caco y sus correrías ministeriales! ¿Qué está ocurriendo, Apolodoro? ¡A qué estado han llegado los Siete y Diógenes! ¿Por qué, por qué?

-Pues porque al parecer vinieron a pagar con su pellejo las consecuencias de la deuda externa.

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