SIMPLICIO, EL FILÒSOFO DE LA VIDA MUERTA
MI SIMPLE SIMPLICIDAD
Admito que estoy irreconocible. Cuando un dìa de estos me detuve a curiosear en una vidriera del centro de la ciudad, casi me desmayo: frente a mì pude ver a un sujeto peludo, sucio y andrajoso. Brindè una amplia sonrisa al espejo, y la imagen me sonriò mostrando dos colmillos arriba y tres dientes frontales abajo, que, por cierto, encajan a la perfección cuando cierro la boca. La cerrè, en efecto, y además fruncì el seño, y la imagen hizo otro tanto. Sì. Era yo, aunque no lo podía creer. No sòlo había cambiado mi nombre, sino también mi identidad y mi apariencia física. De aquel orondo profesor cuya sonrisa encantaba a las alumnas màs hermosas, sobre todo a las que buscaban granjearse una buena nota para engrasar el curriculum; de aquel profesor que usaba, hasta los sàbados, una corbata de lacito como el Gato Felix y que se paseaba por los pasillos de la Escuela empuñando una enorme pipa a lo Sherlock Holmes, sin humo, pero como todo un peripatético recién salido del horno, no quedaba absolutamente nada.
Sentì tristeza, pánico y
arrechera, todo junto, como una hamburguesa mal armada. Pero me sobrepuse a las
circunstancias como deben hacerlo los filósofos del hambre. Y hasta en cierto
modo me sentí compensado, porque ahora, irreconocible, maloliente y andrajoso,
no se me acercarìa ningún colega de los
hipócritas que abundan en la Escuela, plagados de complejos y ateridos por la
enfermedad de la competencia, que constituye su razón de vida hasta que les
llega la muerte.
Tampoco habrìa alumnos del
ejército de los melosos y de los interesados que ignoran a los profesores una vez aprueban la materia, asfixiados por los
excrementos de la màs crasa ingratitud.
Ahora ando por las calles como el viento, que a
todos sopla pero al que nadie ve, oculto, de todos modos, por mi nuevo nombre y
sin el largo rabo de “doctor”.
Un colega italiano que se creìa
un genio y a quien le debì la sugerencia
de empuñar una pipa para darme
importancia, vivió unos días como yo. Pero, no lo pudo soportar, y pidió
auxilio a su exmujer, quien le pagò el pasaje para Roma, donde ella moraba,
ahora divorciada y lista para recibirlo con los brazos abiertos...
-Para morirme de hambre aquí, prefiero
morirme de hartura allà –fue lo último que me dijo con suma simpleza, no sè si ontológica
o semiòtica.
Se largò sin escuchar los motivos
por los que adoptè el nombre de Simplicio, explicación que doy aquí y ahora,
siquiera para ustedes, aunque no lo estèn preguntando.
Desde que cursaba Filosofìa me
atrajo el nombre de este filòsofo neoplatónico, no tanto por lo platónico como por lo neo, porque siempre me ha gustado lo
nuevo y siempre me he cansado muy pronto de lo viejo, de lo trillado, de lo
repetido, motivo por el cual detesto los museos…
Por todo esto considero oportuno y
hasta providencial, mi cambio, prefiriendo este vivir de hoy a mi vida de ayer
como profesor “repitiente”, pues, francamente, no fuì un verdadero filòsofo, es
decir, creativo y creador, sino un hablachento que se limitaba a redigerir
alimentos digeridos por otros, para que a su vez los redigirieran los alumnos.
De Simplicio me atrajo al
principio, “simplemente” el nombre, la palabra, que para mì estuvo lleno de
sugerencias, determinantes para la adquisición de mi nueva identidad. Ignoraba
que la influencia de este sabiondo irìa màs allà de la superficie. Y fue que,
aplastado por la pètrea realidad de las calles, me sucedió como si me hubiesen
exprimido, como si me hubiesen ordeñado la inspiraciòn, pues me surgió la idea
de escribir un libro “Sobre el Cielo y el Alma”…
…………..
(Aquì, entre paréntesis, esta digresión
muy oportuna:
Tuve la idea de que tal vez podría
publicarme el libro una Editorial ubicada en California, EEUU, estratégicamente
enclavada allì –segùn supe después- para robar a los escritores.
Y lo digo por lo siguiente: la
tal Editorial, una vez recibida la autorización
para publicar, cierra sus puertas y
jamàs responde a los correos electrónicos de los autores, a quienes practica un
autèntico atraco, haciendo de èstos, generadores forzosos de un enriquecimiento ilícito,
inmoral e impune...denuncia que deberían investigar las autoridades de ese país.
Y ahora, cierro el paréntesis y
la digresión).
……………
Volviendo al tema: me asaltò la
idea de escribir un libro sobre el Cielo
y el alma, inspirado por la realidad que me deparaba mi nueva “vida” después del
naufragio…es decir, de la inflación que minimizò o, mejor aun, aniquilò mi
sueldo como profesor.
La inflación es como una
inundación, capaz de adquirir la categoría de tsumani cuando los sabiondos de la sabiondez no saben o no pueden
frenarla y controlarla, y la dejan por su cuenta.
La marea comienza por mojar los
zapatos, después arrastra las canoas y las medias de la abuela, y sube y sube,
mojando las patas de la cama y luego el colchòn.
Una mañana, cuando me puse de pie,
me dì cuenta de que el nivel del agua ya me estaba pasando màs arriba de las
bolas. Entonces me dije: esto seguirà subiendo, cubrirà la nevera y la despensa
y llegarà al cielo raso y arroparà la
casa.
Demàs està decir que había quedado
solo, pues mi mujer cargò con su madre y con nuestros hijos, y se largò con
ellos a no sè dònde, maldiciéndome porque yo no sabìa enfrentar la marea que
amenazaba nuestras vidas.
Lo demás, ya lo comentè en la
oportunidad anterior…
Pero…¿cuàles fueron las razones màs
profundas por las que adoptè el nombre de Simplicio?
Dicen los que saben –gracias al
Cielo cada vez màs numerosos- que lo simple es simple porque carece de partes,
acercándose, en cierta forma al ser puro, como el propio Dios
Eso es, justamente, lo que comencé
a sentir, por obra de la tristeza, de la desperaciòn, de la inutilidad y de la
impotencia, nada de lo cual es tanto como el peso del hambre, cuando las tripas
se vuelven un hervidero…: a medida que el hambre arreciaba, yo me iba sintiendo
màs liviano, como una especie de “caballito del diablo”, pero en el aire. Me
consubstanciè tanto con el aire, que me sientì etèrico, pura esencia, pura
alma. No sentía ninguna de mis “partes”. Parecìa que habían dejado de existir
mi cabeza, mi tronco, mis extremidades, y que en lugar de todo eso no era sino
una especie de humito, tan fino, tan tenue como el hilo de la pipa sin humo que
aprendì a exhibir en los pasillos de la docencia universitaria. Entonces, entre
nubes, me vino la gran revelación: tenìan razón los faquires y los lamas: el
hambre purifica, el hambre nos hace santos, casi nos canoniza de un solo tiròn.
Y eso es bueno, porque somos elevados a los altares cabalgado sobre el
unicornio blanco de la santa inmolación. Por esa vìa, conseguiría mi nirvana.
Por la vìa de la simplicidad o, mejor, de la simplificación, podía lograr mi
indivisibilidad, antítesis de la muerte, pues què es la muerte sino des-membraciòn,
des-composiciòn, des-trucciòn, des-integraciòn. Y yo carecía de miembros, había
dejado de ser, por obra del hambre, una substantia
composita: era una substancia pura, “depurada” de todo lo secundario, de
todo lo material. Carecìa de figura, pues me miraba frente al espejo de mi imaginación
como un lampo, como una tenue espiral de luz que busca taladrar las alturas
hasta encontrar el màs puro placer de los placeres celestiales. Carecìa,
igualmente, de magnitud. No era ni largo, ni ancho, ni profundo. Si acaso, era
como un cìrculo, como una esfera, como la gema brillante que encontró Anaximandro
un dìa de playa. Y hasta vì en santas visiones a mi padre Leibniz cuando me
bautizò como una mònada, pozo de
cualidades infinitas hechas de la màs pura pureza. Fue èl, justamente, quien me
sugirió reunir a todos los miserables de la Tierra, a todos los “ascendidos del
hambre”, al grito de “muertos de hambre del Mundo, unìos”: tenìa la misión de congregar
a los hambrientos, de formar un “aggregatum” de simples y Simplicios, para
integrar un solo y gran Simplicio, un Simplicio compuesto, pero en un nivel
superior, como quien dice en el vèrtice de la espiral.
Cuando despertè, creìa que me había orinado. Era que la marea de la inflación
había llegado hasta el basurero y estaba arrastrando los contenedores hacia el
mar. Por fin podría viajar en barco, aunque fuese a la muerte, en medio del
agite de aquella “tormenta plusquamperfecta”…
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