DIÒGENES. Nocuento. LAS TRAVESURAS DE MONSIEUR
LAURENT.
Yo
tampoco sè elaborar cuentos. Porque me arrechinchina que algunos que pretenden
saber hacerlos, traten de imponerme reglas. Coja por aquí, siga recto, allà
encontrarà una mata de coco, cruce a la derecha, avance cinco cuadras y
estacione a media cuadra de una bomba de gasolina…!No!
Por
eso no sè escribir cuentos. Por eso los mios son nocuentos. Porque los pinto
como me da y los digo como me salen,
Mi
no cuento es el siguiente:
LAS
TRAVESURAS DE MONSIEUR LAURET.
El
señor Lauret, Pierre Auguste Laurent de la Charcuttier, era un abogado de lo
màs relamido. Habìa nacido en Paris y estaba viviendo allì cuando Napoleòn se
hizo coronar.
Cuando
Laurent iba a salir de casa hacia la oficina o hacia los tribunales, se acicalaba
e inhalaba grandes bocanadas de aire, como debían hacerlo todos los abogados de
respeto, para salir aventado, espetado e “importante” y andar asì todo el dìa.
Por supuesto, por la noche llegaba agotado de importancia a quitarse los
zapatones, hacer ejercicios de digitalización pedestre y expulsar el resto de aire que había sabido
administrar en unos pulmones felizmente adiestrados para tamaña mediocridad.
Hay
que decir que en aquellos tiempos no era abogado sapiente y lustroso el que
tuviese apariencias de persona humilde, común y corriente. A los abogados que
no anduviesen orondos y redondos de “importancia”, nadie los tomaba en cuenta y
terminaban vendiendo plátanos en el mercado central de Parìs, No se podía concebir
una apariencia modesta conjugada a la posesión de una sapiencia suma, de una
inteligencia portentosa y de un fuste jurídico de acento. De ahì que existieran
“Escuelas de Poseses Jurídicas y Sapienciales” donde paralelamente a los
estudios universitarios los interesados podían tomar enseñanzas de gente ducha
en el lucir, experimentada en la vistosidad, famosa por dominar el difícil arte
de las apariencias.
Claro,
a estas escuelas especiales no podía acudir todo mundo. No por cuestiones de
acceso democrático ni principios de igualdad, sino porque quien no tuviese
medios económicos suficientes tendría que irse a los lenocinios a tomar otra clase de
lecciones que, lamentablemente, no le servirían para cobrar prestancia ante
clientes poderosos ni ante jueces de esplendor, saturados de magistraturas.
Pero
Monsieur Laurent no tenía necesidad de acudir a esas escuelas de poses y
artificios, porque èl las había adquirido desde muy temprano, pues era de noble
cuna, entendiendo por tal, no la honra y la elevación de espíritu, sino la posesión
màs o menos amplia de patrimonios terrenales, bien o mal habidos, no importa.
No
es de extrañar, entonces, que Laurent se las supiera todas en esa materia de
espejos, espejismos y vistosidades.
Elegante
en el vestir, distinguido en los gestos, destacado en la orondez, emanando aires de sapiencia y luciendo poder económico suficiente, no tardò en desembocar
en relaciones extramatrimoniales. Y en estas circunstancias, procreò una niña,
a la que llamaba “mi flor”, y que fue creciendo, creciendo y haciéndose cada
vez màs hermosa, hasta que se pudo establecer que el amor paterno había sido en
realidad un amor que algunos llamarìan “espurio” pero que, en palabras jurídicas –que es lo importante- venìa
a ser incestuoso.
Queriendo
cambiar lo viejo por lo nuevo –en eso sì- tuvo la idea de divorciarse de
Petunnie, ya un poco ajada, para contrar matrimonio con la “Flor” fresca y
lozana.
Pero
tanto èl, como Pettunie y todo el vecindario de la entonces pequeña Parìs,
estaban enterados de que aquella joven era su hija. Pràcticamente la había reconocido
como tal ante todos y para todos: no podía negarlo.
Tambièn
las autoridades estaban al tanto de ese vìnculo, y por esta razón se negaron a
casarlos, por lo que Laurent llevò el caso a los tribunales. Todos apostaban a
que perderìa y que definitivamente tendría que desistir, aunque nada le impedía
el concubinato.
La
sorpresa fue mayúscula. Tanto en la radio, como en la televisión y en la prensa
escrita, asì como en la Nasa, en la Otan, en otras instituciones humanitarias,
y en el propio vecindario, retumbò el
escàndalo: el alto tribunal declaró procedente el matrimonio entre Pierre Auguste
Laurent y la hermosa Fleur Marie Beilemer.
No
fue difícil, ni en un ápice, que Lauren hallara eco en los siete jueces: los
ocho tenìan un factor común que les unìa y apersogaba: todos ellos eran dogmáticos.
Para este octeto eminente, la ley es la ley y està por encima de todo: de la
realidad, de lo humano y hasta de lo divino. Lo que vale es el Derecho
establecido, y punto. Ante la mente de Lauren y de todos los jueces, era
preferible que el padre se casara con su propia hija adulterina, que efectuar
su reconocimiento, sencillamente porque la ley lo prohibía.
El
matrimonio tuvo tres hijos varones: Chuche, Jacinte y Joseph, quienes llegarìan
a ser abogados como su padre. Uno sería profesor de Derecho en la Zorbone. Otro
sería miembro de la alta magistratura y el tercero se destacarìa como
litigante. Duchos, todos, en remachar la ley. Porque la ley es la ley, y la ley
es de hierro aunque se oxide...
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