LA SINFONÌA DE LA AMARGURA
Al medio
día, cuando la gente comienza la molienda del almuerzo -si es que hay algo qué
“moler”- estábamos empujando las tablas que servían de puerta al rancho.
Nuestro
rancho estaba ubicado en la cima del cerro. Yo le había pintado el nombre, tal
vez pomposo, pero sugerente y esperanzador, de Sofrosine, es decir, “La
Sobriedad”. Allì tendríamos nuestra “atalaya”, para observar con nuestros catalejos
espirituales la vida de Grecia y los
fantasmas del mundo.
Cuando
entramos, el rostro les delató la sinfonía de la amargura en todos sus grados,
desde la incredulidad hasta la exasperación, pasando por implícitas mentadas a
la suerte, al gobierno, a mí y al propio Zeus.
-¿Adónde
nos ha enviado Zeus? – preguntó espantado Bias-.-¡Ni los dioses respetan a los
filósofos.¡
-¡Entonces
qué se puede esperar de los palurdos¡- completó Pítacos.
Quilón,
quien procuraba no tropezar la cabeza
con el travesaño que pretendía ser dintel de lo que hubiese deseado ser puerta,
exclamó con voz de trueno:
.- ¡Miren
esas paredes¡ Con una sola de mis famosas ventosidades puedo tumbar el rancho.
Deprimidos
por el ambiente, no hallaron otra cosa sino sentarse donde mejor pudieron.
-!Cómo son las cosas!. Nosotros, que amamos a
Grecia y deseamos para ella lo mejor, parecemos
apátridas en nuestra propia tierra.
-Mientras
tanto, a los bellacos, a los farsantes, a los ladrones y a los traidores a la
patria, todo se les facilita.
-Se enriquecen con el poder en medio de la
alabanza mutua y del mutuo ocultamiento de sus fechorías.
-Con tal
tengan dinero, lo mismo les da vivir en Grecia que fuera de ella”.
De pronto, interrumpió el diálogo-monòlogo el
zumbido de un helicóptero que hizo vibrar los techos. Nos
asomamos a la puerta, y una lluvia de
panfletos cayò sobre la miseria.
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