EN EL MERCADO DE KOCHEODOROTIS
Humildes consumidores, tuvimos que
acudir al Mercado de Kocheodorottis, al suroeste de Atenas, adonde
solían concurrir pelasgos y periecos en busca de mejores precios.
Si hubiésemos
previsto cuántas y cuáles penalidades nos aguardaban en aquella plaza turca,
no hubiésemos comparecido ni aun a la orden de ese juez desbirreteado que es el hambre.
¡Y pensar que en el Mercado toda Atenas se dio cuenta de que también los sabios pelan bolas,
aunque presuntamente se alimenten de caldos de pichón, dialoguen tete a tete
con los dioses y se suponga que no son acogotados por las cargas que a
diario pesan sobre los lomos, excesivamente humanos, de la gente común!
Pues para
que se mida cuán alto subió nuestra desgracia y cuán bajo quedó nuestra
requeteputación aquella madrugada de mercado negro, paso a explicar:
Quilón, en
quien se centraban nuestras miradas cuando optaba por romper el silencio con su
verbo de patriarca-filósofo, perdió una de las sandalias y, para colmo, entre
los codazos de la multitud, vino a caer en un charco de barro pútrido.
Cleóbulo, tan esponjado como mediocre recién graduado, patinó con una concha de
cambur, y fue a tener aterrizaje debajo de un carromato de verduras andinas. A
Solón, erguido y protocolar como jurista cargado de condecoraciones bursátiles,
alguien le cagò la clámide (dicen que un
gato, yo afirmo que una gallina), y ello le ocasionó alarmantes cardiopatías. A Bias se le
extravió la plancha de tanto reír por las desventuras ajenas, pasando a llorar
entonces por las propias. Pitacos perdió los jitones. Tales casi dejó de ser
hijo de Mileto; a Periandro le hurtaron la esclavina, y yo tuve que matarle los
piojos a cierto poetastro halabolas de políticos y gobernantes.
Para
regresar de Kocheodorottis aquella madrugada, tuvimos que tomar por asalto una
lancha de “las rápidas” que, sobre el oleaje del Guairontas nos arrimó a una
estación del Metro, a cuyas puertas estaba meando un ejército de borrachos,
para complacencia y risa de los policàis que dormitaban por allí.
-¡Tremenda
comilona nos daremos mañana por la noche con estas yucas de pedernal!” -dijo
orondo y ufano nuestro amigo Bias.
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